Hoy, como otras veces en estos días, salí almorzar en la grata compañía de Armando... En tanto que mi interlocutor trataba de descifrar un sueño que días atrás me despertó descompuesto, pensaba en las implicancias de tu aparecimiento, en el proceso paulatino que se vino a dar entre nosotros, mi necesidad por querer ser un oído dispuesto, en nuestras largas permanencias en el chat, de tu tono de distancia en la última llamada que te hice antes de comenzar a comer este plato.
Pensé en lo absurdo de mi comportamiento insistente hacia ti, en la ansiedad que me provocan tus silencios, en tus reacciones pedantes que contrastan ampliamente con tus zapatos de siete mil pesos que disque cuero, en las lechugas aburridamente esparcidas en el plato y en lo entretenido que sería que en vez de hoy, fuera ayer por la noche, justo en el preciso momento en que te acercaste sin aviso para proferirme un beso.
Un primer beso que se perdió entre nebulosas de vino helado y las reseñas de cómo y por qué fue la elección de tu cama, el color de la cortina de tu baño y los cojines peruanos que apoyaban nuestras cabezas...
Pensé en la textura de tus pies cansados y en mi manía de asirme a la idea de que por fin me necesites.
Y en el otro registro estaba Armando, previniéndome de los augurios oscuros de tu nombre sin sospechar que de verdad existes. Entonces, medio a la defensiva, como fingiendo interés por su prolepsis de coaching personal, aclaré que en tal sueño demónico, lo único importante y real sobre lo que objetivamente había que poner atención era en la figura que se instalaba en ese nuevo mapa de mis emociones.
Omití, por cierto, que ellas nacían más allá y más acá del recuerdo de esos brazos irreductibles de aquel amor en común que lamentablemente a ti y a mí, hoy por hoy nos persigue.
Predije en silencio, también, que entre la reineta y el salteado de porotos verdes estaba tu espalda desfigurándose en la partida...