
Embriagados por la concupiscencia, la lascivia lúbrica de sus lenguas que recorrían concurrida y simultáneamente cada rincón, cada pliegue de sus cuerpos ya casi ingrávidos, casi transparentes... Pudieron, sólo entonces, corroborar el sabor del otro con un placer cerca de lo ingenuo, lo primitivo y sanador que les caló más allá y más acá de cualquier idea de lo espiritual.
No tenían certeza si se estaba cerrando el ciclo de la conciencia del otro o se habría uno nuevo. Lo único cierto que estaban nuevamente allí, luego de muchos años de haberse encontrado por primera vez en aquella esquina, en una de las tantas oscuras y lluviosas noches de la ciudad de Puerto Montt.
Y, tal cual como ocurrió en aquella noche de julio, los dos, registraron nuevamente en el libro de sus memorias las formas de lo que no podría ser y la satisfacción de saber que, pese a lo imposible, existían el uno para el otro, en otro tiempo, en otro lugar o en qué quizás estado de conciencia.